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El relato real y desgarrador de un saqueo en Maracaibo visto desde adentro

Faltando solo 20 pasos para entrar al supermercado, Carlos sintió que el miedo lo paralizó por completo. Sin embargo, ya era una decisión tomada y el “amigo” que lo “embulló” para unirse al saqueo lo empujaba desde atrás. “Dale marico, que nos pasan por encima”, le gritó y se los tragó la oscuridad absoluta.

Carlos tiene 25 años y cuatro hijos, entre cinco años y tres meses de edad. El pasado lunes 11 de marzo, luego de cuatro días sin electricidad, sin poder trabajar y de escucharlos llorar por el calor y el hambre, cedió ante los argumentos de su vecino José.

“Chamo, la gente va a ‘saquiar’ el centro comercial. Vamos a ver si sacamos algo pa’ comer o pa’ vender y comprar comida”. Carlos lo pensó en serio. Su manera de ganar sustento es a través del Internet y luego de cuatro días “parado” ya no le quedaban opciones.

Esa tarde salió de su casa decidido “a lo que fuera”. Sin saber que en las próximas horas viviría una experiencia que lo marcaría para toda la vida, caminó junto a José las cuadras que los separan de un centro comercial en el sur de la ciudad.

Un infierno con olor a sangre

Cuando llegaron ya el caos reinaba en la zona. Cientos de personas corrían en pos del botín principal: el supermercado, otros golpeaban con piedras las santamarías de la farmacia, la panadería, la ferretería y hasta de un “cibercafé”.

La entrada del “super” estaba en penumbras, porque queda dentro del centro comercial. Pero más allá todo era negro y denso. Carlos iba empujado por el ritmo violento de la masa que pugnaba por entrar, pero a pocos pasos se detuvo.

El miedo lo paró en seco unos segundos. Atrás José lo empujaba para no dejarse tumbar por la muchedumbre. “Entra marico, entra” le gritó y de inmediato sintió como si una fuerza extraña lo succionara desde adentro.

Entró, caminó unos pasos y se quedó extático. Sus ojos, acostumbrados a la luz quedaron ciegos y adentro el aire olía a sangre, salsa para pasta, mayonesa, vinagre, detergente y sudor todo en uno.

“No podía respirar, era como si hubieran tirado una bomba lacrimógena. Intenté correr y el piso estaba resbaloso, pegajosos y lleno de vidrios. Tropecé con algo que creo que era una persona tirada en el suelo, pero estaba inmóvil”, relata con angustia.

Además, recuerda que el ruido era terrible. Gritos, llanto, lamentos, llamados de ayuda. “La gente entraba corriendo, resbalaba y caía sobre los vidrios. Luego no podían levantarse y los que venían detrás les pasaban por encima”.

“Pensé en mis hijos y me devolví”

Carlos relata que pasó entre las cajas registradoras y luego, arrastrando los pies, llegó hasta el primer anaquel. “Allí me quedé. Los pulmones no me daban, era como si viniera corriendo, porque el olor me hacía difícil respirar”.

Pensó en qué hacer si se caía. José se le perdió desde que entraron y no podía ver más que los fogonazos de luz de quienes, con más pericia y experiencia, buscaban mercancía entre los estantes.

“Eran como ‘flases’ para alumbrar algún lugar por un segundo y luego todo quedaba oscuro. Me quedé ahí abrazado al anaquel, pensé en mis hijos y me devolví, porque quién iba a ver de ellos si me pasaba algo”, reflexiona el joven con una mano en el pecho.

Salir fue más dificultoso que entrar. La gente seguía entrando, cayendo, gritando, llorando y él avanzaba en sentido contrario patinando entre una masa espesa que era el piso y buscando a tientas de donde sostenerse”.

“Pisé un vidrio y me traspasó la goma. Gracias a Dios iba despacio y no lo agarré con todo el peso, sin embargo me corté un poco. Así seguí hasta que llegue a la entrada y tuve que agarrarme de la pared y el cristal roto para empujarme hacia afuera”.

La policía pasó, miró el saqueo y se fue

Logró salir al estacionamiento. La cantidad de personas se había triplicado y el caos estaba en su punto máximo. Gente iba y venía con paquetes y todo lo que podían cargar entre los brazos. Hombres, mujeres y hasta niños poseídos por la violencia y el saqueo.

Se sentó en el piso. Estaba agotado, adolorido, las manos y pies ensangrentados. Lloró de desolación hasta que vio venir a José dando saltos, con un pie descalzo y chorreando sangre.

En la planta un vidrio había penetrado profundo y de una abertura salía un manantial púrpura. Con la franela segó el torrente, descansó unos minutos y decidieron volver a sus hogares.

Cuando emprendieron a andar, un joven venía tambaleando con la mano puesta en el cuello y un chorro de sangre que le bajaba por el pecho. “Iba como un zombi, yo creo que ya estaba muerto”, aseguró Carlos.

En el camino, otros vecinos iban celebrando el botín del saqueo: algunos paquetes de pañales, leche, compotas, chucherías o licores. Pero también hubo gente “extraña”, que llegó en “camionetotas” y en carros nuevos, para cargar bultos de mercancía.

“Vimos gente de cobres. Tipos que metieron las naves hasta el estacionamiento y sin pena los llenaron de mercancía. La policía también pasó en varias patrullas. Miraron un rato y se fueron. Ya el centro comercial estaba ‘ganao’, no era mucho lo que podían hacer sin matar gente”.

Esa tarde Carlos volvió a su casa sucio de sangre y una sustancia pegajosa en la ropa y el cuerpo. Estaba hinchado de llorar y con una mezcla de desaliento, rabia y desesperación.

Encontró a su mujer, una chica de 24 años, sentada alrededor de una vela, dándole cucharadas de agua con fideos a tres de los niños. “No pude hacer nada, me dio miedo el saqueo y me devolví”, le confesó temblando.

“Gracias a Dios”, le contestó ella.

 

Redacción: Reyna Carreño Miranda

Fotografía: redes

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