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Enigmas y tesoros se esconden «debajo de Maracaibo»

De que había tesoros enterrados los había. Decían y aseguraban los viejos y viejas del barrio, porque la gente de antes guardaba sus monedas de oro y plata y sus alhajas en botijuelas de barro y cofres de madera, que luego escondían en nichos excavados en las paredes de bahareque y bajo tierra”. Eran enigmas y tesoros.

De esta manera abre el relato sobre entierros el historiador Rutilio Ortega en su libro Crónicas del Saladillo. La búsqueda de esos tesoros ocupó gran parte del tiempo y la fortuna de decenas de marabinos durante principios del siglo pasado, pero si alguien encontró algo, nadie lo sabe.

El médico e historiador Ernesto García Mac Gregor aseguraba que no existen registros de hallazgo alguno. “Y si algún afortunado logró desenterrar un botín, se llevó el secreto a la tumba”.

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Lo cierto es que el populacho alimentó la creencia de la existencia de opulentos botines, cofres con joyas y oro, y talegos con morocotas. Aristócratas y plebeyos, piratas y militares, religiosos y ateos, todos se vieron involucrados en la laboriosa tarea de ocultar sus tesoros.

Personajes que, después de la muerte, se pasean por toda la ciudad en busca de un valiente capaz de hurgar en lo más profundo del miedo y desenterrar una millonada.

El albañil y el ánima en pena

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Según las Crónicas del Saladillo, de Rutilio Ortega, hubo un famoso saladillero que participó en tan espantoso desbarajuste: el albañil Pedro Parine, quien trabajaba en una de las casa de la barriada y presenció la aparición de un hombre alto, catire, que parecía español por la forma de hablar, todo vestido de blanco.

Desde ese momento el espanto se quedó pegado detrás de Parine, sin quitarle la mirada de encima ni un segundo. Los vecinos del albañil lo convencieron de confrontar al muerto y preguntarle el motivo de su penar.

Así lo hizo Parine y el ánima le confió que, en tiempo de los españoles, había enterrado sus morocotas de oro y sus prendas en el patio de esa casa, al pie de una mata de uva de playa.

El espanto le indicó el lugar exacto, con la única condición que al desenterrar el tesoro, se destinara una parte para misas y novenarios.

Se fijó la fecha para el desentierro y un “curioso” le recomendó a Parine que, “viais lo que viais, no vais decir malas palabras”. A las 12.00 de la noche, el hombre entró a la casa y allí lo esperaba la figura del muerto, pálido y fosforescente, que señalaba con el huesudo dedo el lugar donde tenía que cavar.

Comenzó el albañil con la ardua tarea, lleno de miedo, pero sin soltar una sola grosería, repitiendo los versos del rosario. Pero cuando el borde de la pala chocó contra el cofre del tesoro, cientos de espíritus infernales se colgaron a chiflar, gritar y aullar, haciendo muecas horripilantes.

Entonces Parine, muerto de miedo, soltó la pala y salió corriendo y diciendo groserías. En ese instante el tesoro se trasplantó, perdiéndose para siempre.

La Compañía Anónima del Tesoro Escondido

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Contaba Ernesto Mac Gregor, que en 1925, en una casa de la calle Ciencias, desenterraron un arcón que contenía 500 mapas y planos. Este hallazgo despertó tal interés entre los marabinos de la época, que decidieron constituir la Compañía Anónima del Tesoro Escondido,

Esta asociación sirvió para gestionar el descubrimiento de los tesoros ocultos famosos como el de los frailes Franciscanos, el de Morales y el del Conde Cleto.

Formaron parte de esta compañía Pedro Paris, René Bracho, Remigio Negrón, Carlos Tarre Fossi, Benito Roncajolo, Renato Villalobos, Heliodoro Soto y José María Osorio hijo; detalla Fernando Guerrero Matheus en su libro En la ciudad y el tiempo.

Agrega además, que a mediados de 1926, el entonces presidente del Estado, Vincencio Pérez Soto, pidió que se le aceptara como socio activo de la empresa.

Contrataron a un anticuario y a un grafólogo alemanes, a un grupo de buzos, a varios veteranos excavadores, una grúa de gran poder y un equipo detector de metales. El capital suscrito y pagado de la compañía fue del orden de los 900.000 bolívares.

Efectuaron excavaciones en San José de la Matilla y Los Alcaravanes. Se dragó un largo trecho del Caño Paijana, se exploró parte del subterráneo del Convento de San Francisco y del pasaje de la antigua casa, sede entonces del Banco de Venezuela de Maracaibo.

Según Mac Gregor, la compañía volteó media Maracaibo al revés, pero no encontraron tesoro alguno. Solo les quedó una costosa, laboriosa y tal vez inútil experiencia.

Enigmas y tesoros en los túneles

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Otra historia narra que, una vez instaurada Maracaibo como ciudad gobernada por españoles, comenzaron los intercambios comerciales a través de sus puertos marítimos, por lo que inmediatamente aparecieron los ataques piratas.

Algunas leyendas aseguran que debajo de la ciudad existe un sistema de túneles construidos para huir de los bucaneros y así salvaguardar la vida de los habitantes y sus riquezas.

Uno de los más mencionados por la literatura y por la tradición oral es el subterráneo del Convento de los Franciscanos, edificio que fue concluido en 1730 y demolido en 1956.

La existencia de este túnel fue constatada por quienes lo desearon, tal como lo menciona el libro En la ciudad y el tiempo, pero nadie se atrevió a recorrerlo en toda su extensión.

El pasadizo, cuya extensión, término y finalidad jamás fueron conocidos por personas ajenas a la comunidad franciscana, iniciaba en el muro que sustentaba el segundo cuerpo de la escalera, donde había un boquete de un metro de altura por 60 centímetros de ancho, que servía de entrada.

Seguía una escalinata descendiente de 12 peldaños y al final se proyectaba un túnel de una altura no mayor de la de un hombre de regular tamaño, que iba en dirección sur.

Un subterráneo que daba miedo

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En la llamada Casa Fuerte, propiedad de los Briceño y Briceño, sede durante muchos años del Banco de Venezuela de Maracaibo, ubicado en la equina de las calles Urdaneta y Bolívar (hoy Banco Central de Venezuela), existió la entrada de otro subterráneo, parecido al del viejo Convento.

Algunas personas, entre ellas el espiritista y vaticinador zuliano de la época, César León, aseguraba que ambos túneles eran parte de una misma red de corredores subterráneos.

En una oportunidad, el conserje del antiguo Convento, Andrés Fuenmayor, decidió explorar el subterráneo, pero no avanzó más de 10 metros, porque el fango del piso parecía cada vez más profundo y el aire maloliente del pasaje le apagaba la vela.

En la penumbra vio algo semejante a una araña gigante que le obstruía el paso del túnel, pero al querer correr aterrorizado se percató que la aparición no era más que el resplandor de la luz sobre el barro húmedo.

 

Redacción: Reyna Carreño Miranda

Fotografías: Archivos

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